El dolor de la pérdida personal o social, más allá del duelo lógico y
necesario, nos enseña a valorar la vida y lo más esencial de ella. Nos damos
cuenta de la finitud y la vulnerabilidad de nuestra vida.
Por ejemplo: la perdida del empleo por si sola, puede constituirse en
una tragedia personal y familiar. No obstante, ponderada ante la experiencia de
la perdida de la vida de seres queridos, adquiere otra dimensión, mucho más
tolerable y esperanzadora.
En lo que a liderazgo se refiere, las tragedias pueden brindarnos una
consciencia más profunda de lo que realmente importa, y como hacer para
cuidarlo. Sea como miembro de una familia o líderes de organizaciones políticas o
sociales, las tragedias pueden contribuir a prepararnos mejor para mitigar el
impacto de otras crisis o fortalecer nuestras capacidades para resistir nuevas
tragedias imprevistas.
Cuando las crisis son recurrentes o previsibles, la experiencia puede
llevarnos a establecer acciones que permitan reducir los impactos negativos de
las mismas. También es cierto que por desatención muchas crisis que pudieron
ser anticipadas, se convierten en tragedias.
Durante las crisis, es común que aflore lo mejor de nosotros. Un
sentido de solidaridad y empatía con los que más sufre, una capacidad de
coordinar la remediación del daño para que este nos e propague y así limitar el
sufrimiento.
Los líderes tienen una posibilidad inmejorable para canalizar esta
energía familiar o social del modo más productivo, no solo en la mitigación de
los daños, sino aún en la construcción de nuevos relacionamientos virtuosos
entre todos los involucrados. Y que de estos relacionamientos se generen
habilidades y virtudes que transformen a las personas y a las sociedades.
Es así como las tragedias brindan oportunidades de mejora personal y
social. Obviamente, en tales casos se requiere de un liderazgo virtuoso que
canalice las energías de los involucrados.